El teatro es una de las artes más populares del mundo, pero también una de las manifestaciones humanas más diversas, plurales y cambiantes. Tiene tantas formas que muchos de los espectáculos que se anuncian como teatrales resultan muy diferentes del estereotipo (que, por otro lado, es tan bonito): un escenario con un telón rojo, sobre el cual trabaja un grupo de actrices y actores que interpretan personajes.
Hoy hay teatro de todos los tipos imaginables, incluso sin personajes, sin actuación, sin telón y sin escenario. En Guadalajara, en México y en cualquier lugar del mundo. Y al mismo tiempo hay teatro convencional. Y todos los tipos de teatro son increíbles.
¿Cómo podemos entender la extraordinaria complejidad de este arte, que está tan cerca de nuestras posibilidades de consumo pero que, por otra parte, podría sorprendernos cada vez que nos asomemos a él? La mejor respuesta es que hay que animarse a conocerlo. Hay que ir mucho a ver teatros diferentes. Pero, además, leer sobre el teatro y su nutrida historia. Un asomo a nuestra Biblioteca podría abrumar a cualquiera, así que este recorrido es tan solo un pequeño camino guiado para empezar.
Hay teatro de todo tipo en la antigüedad, pero la gran referencia de Occidente siempre será el mundo griego entre los siglos VI y II antes de Cristo: un teatro de las fiestas vinculadas a ciclos agrícolas y que sirvió para subrayar la relación entre el orden religioso y político de la época. Fue tan popular que influyó en el posterior imperio romano y, con él, modeló lo que entendemos como teatro hoy, 2,600 años después.
Primero hay que conocer a Esquilo, Sófocles y Eurípides, frecuentes ganadores de los concursos teatrales de aquellos tiempos, pero de quienes solo se conservan 33 tragedias, bien vigentes en todo el mundo. Esquilo es autor de algunas piezas sobre la venganza de los hermanos Orestes y Electra, Sófocles recoge la vida de Edipo y su estirpe, y Eurípides es un especialista en personajes femeninos como la controversial Medea.
Pensemos en Antígona, hija de Edipo, que decide violar la orden de que nadie dé sepultura a su hermano, y reivindica así el derecho a la dignidad y la obligación moral de desobedecer a los tiranos. ¿Vale la pena contar su historia, por ejemplo, en escenarios como los de México? Sófocles recogió esa historia, pero también lo han hecho autores como el peruano José Watanabe, en un breve poema muy famoso, y la mexicana Sara Uribe en Antígona González, situada en la Tamaulipas de 2012.
Luego de los tres trágicos hay que conocer al comediógrafo Aristófanes, gran crítico de la política de su tiempo y de señores a los que consideraba demasiado serios, como un tal Sócrates, al cual fustiga en la obra Las nubes. Pero leer su Lisístrata, en donde las mujeres de un país deciden ponerse en huelga de sexo para protestar contra la guerra, quizá tenga mucho que decirnos el día de hoy.
Pero hay vida “teatral” en numerosas culturas antiguas: India y Japón destacan por sus complejas tradiciones escénicas. En Japón fue muy popular el teatro no, que mezcla exigentes técnicas físicas con una estilizada lírica. En India crecieron formas rituales de representación, primero vinculadas a la difusión de mitologías y valores religiosos, pero luego asimiladas por las múltiples culturas de este subcontinente. Hasta el día de hoy se estudia la complejidad de los mahanakata y el estilo llamado dutangada, que sumaba los talentos de un declamador y de un mimo en escena.
La Edad Media de Occidente propicia un teatro muy vinculado a la vida religiosa, pero también a la vida popular, festivo y callejero: el teatro “profano” se desarrolló desde influencias como la reinterpretación de autores romanos como Plauto o el trabajo de los juglares y otros trovadores nómadas.
El mundo cambió con el Renacimiento y el teatro comenzó a mezclar las nuevas visiones humanistas con las formas conocidas de los teatros religiosos. En toda Europa las combinaciones fueron muy prósperas. En Italia, por ejemplo, estalló la popularidad de la commedia dell'arte, un sofisticado y popular estilo de poder satírico. Los personajes, trajes y movimientos de tipos como Arlequino, Pantalone y Polichinella provienen de este mundo.
Destacan igualmente teatros como la tragedia y la comedia francesas, con autores como el gran Moliére, del siglo XVII, padre de una larga colección de obras tan mordaces como elegantes; o también Pierre Corneille y Jean Racine. Uno de sus contemporáneos fue un popular intelectual llamado Cyrano de Bergerac, cuya historia fue recogida en el siglo XIX en un sensacional poema escénico que lleva su nombre, escrito por Edmond Rostand.
El paso de la Edad Media al Renacimiento dejó también al Siglo de Oro de la literatura en español, la época de Cervantes, Quevedo, Góngora y Lope de Vega. Con estos cuatro grandes autores y muchísimos contemporáneos el teatro en español ya sería inagotable. Su mezcla de teatro para ricos que también ocupaba corrales para el pueblo fue decisiva para el brillante mestizaje de naciones como la que siglos después llamaríamos México.
Este inglés, que algunos dicen que ni siquiera existió, ¿será de verdad el dramaturgo más famoso de todos los tiempos? Como el teatro fue el principal entretenimiento de masas en muchos lugares, es difícil afirmarlo, pero su influencia es innegable: cambió al idioma inglés y contribuyó a modelar el mundo moderno. El crítico Harold Bloom opinaba que buena parte de la idea que tenemos sobre lo humano proviene de Shakespeare.
William Shakespeare (1565-1616) fue autor de entre 32 y 39 obras de teatro. A menudo se afirma que Hamlet es la más popular: presenta a un príncipe abrumado por el dilema de castigar o no la maldad, pero además discurre por una ambiciosa reflexión acerca de qué significa ser y actuar como humano, cuando bien podríamos ser indiferentes ante los eventos de nuestras vidas.
Shakespeare también es autor de la bellísima Romeo y Julieta, de la sangrienta Tito Andrónico, de auténticas fantasías como La tempestad o de disparates como La comedia de los errores. Nadie ha contado cómo una persona se entrega al Mal como él lo hizo en obras como Macbeth o Ricardo III, que uno puede identificar en obras como Breaking bad.
Hoy es uno de los autores más representados en el mundo, y contamos con numerosas reinterpretaciones. En Guadalajara hemos tenido Shakespeares para niños, otros que denuncian el crimen organizado o los que piden reflexionar sobre la violencia de género (la tragedia Otelo, por ejemplo, presenta a un marido envenenado por los celos).
Suele olvidarse que Shakespeare fue parte de una fértil generación de escritores, favorecidos por todas las clases sociales y por los monarcas de la época. Ben Johnson, Francis Bacon o el maravilloso Christopher Marlowe fueron algunos de sus contemporáneos en la Inglaterra isabelina.
En el siglo XIX numerosos artistas comenzaron a procurar que el arte representara la realidad de forma objetiva y así nacieron los realismos. Un nombre clave para el teatro es el genial Henrik Ibsen, brillante intelectual noruego capaz de combinar profunda crítica social con examen psicológico. Su célebre Casa de muñecas fue una revolución que sugirió la idea de una mujer que da la espalda a su matrimonio e hijos para perseguir su dignidad. Su obra Enemigo del pueblo resuena duramente en estos días de posverdad.
En todo el mundo el realismo produjo interesantes renovaciones: en Suecia se alzó el talento brillante y oscuro de August Strindberg, considerado precursor de vanguardias como el teatro del absurdo, y padre de un naturalismo teatral escrito casi clínicamente. Su pieza más famosa es hoy día tan controversial como cuando se estrenó en 1888: La señorita Julia, encontronazo de género y clases sociales.
Si de realismos hablamos, sin embargo, los teatros del mundo voltean con veneración a Rusia, en donde nació Antón Chéjov, fallecido con solo 44 años en 1904. Además de ser un enorme cuentista, fue exponente de un teatro naturalista y simbolista que ahondó en el examen psicológico de los personajes, pero puso el énfasis en la más teatral de sus características: su conducta cotidiana. Stanislavski contribuyó a su merecida popularidad en el siglo XX.
Con tanto realismo europeo cuesta trabajo tener tiempo para leer además a otros exponentes de un teatro cargado hacia el examen psicológico, pero acá en América esta tarea fue cultivada con abundancia. Un ejemplo muy a la mano es el popular realismo estadounidense, famoso gracias a sus muchos tributos en Hollywood, y que puede rastrearse desde Eugene O'Neill hasta Tennessee Williams, pasando por Arthur Miller y Edward Albee.
No todo el teatro está basado en la actuación, pero el arte actoral y sus métodos son centrales, aunque parezca que solo se habla del “Método” de Lee Strasberg, que estrellas como Marlon Brando hicieron tan popular en Hollywood. Uno de los más importantes es el trabajo del maestro Konstantín Stanislavski, cofundador del Teatro de Arte Ruso, que impulsó un teatro popular, lejos de afectaciones y centrado en un actor que fuera ejemplo de “higiene mental y física”.
Una siguiente gran revolución tras Stanislavski sería de la Jerzy Grotowski, director que exploró una renovación definitiva: con base en un riguroso entrenamiento físico, buscaba un teatro ritual y litúrgico, una “ceremonia” centrada en el actor y en su relación con el espectador. El legado de este artista polaco, llamado teatro pobre, atraviesa todo el teatro moderno.
Hoy tan popular gracias a su potencial cómico, la impro teatral es una hija del teatro callejero, muy popular en la Edad Media y recurso máximo de la commedia dell'arte italiana. La idea es contar historia sin guion previo: el actor debe resolver la situación conforme ocurre. Un actor que estudia impro suele estar conectado con su lado más sincero y dispuesto al error y, por supuesto, se divierte muchísimo.
El primero de los recursos actorales fue la máscara y al parecer el abuelo de todos los actores, el griego Tespis en el siglo VI ac, fue el primero en usarlas para representar a personajes. Stanislavski dejó anotado que el gran poder de este objeto es que no oculta al actor, sino que le permite potenciar al máximo sus rasgos más íntimos.
En 2009 falleció una mujer a la que no se asocia de inmediato con el teatro, pues su campo fue la danza, pero precisamente logró hermanar mucho de ambas artes. La alemana Pina Bausch es considerada pionera de la danza teatro y de espectáculos que involucraron al espectador en cada performance, con más atención a la exploración expresiva que al argumento. Se le considera un nombre clave para entender las performatividades contemporáneas.
Hay quien llama a Antonin Artaud (1896-1948) “padre del teatro moderno”. Este francés fue protagonista de una numerosa lista de vanguardias artísticas, que en el teatro incluyeron la observación del teatro de Bali, Indonesia, y la tesis del “teatro de la crueldad”, que propone ir más allá del diálogo para “golpear” al espectador con un examen implacable de la realidad.
El paso del siglo XIX al XX vio la explosión de vanguardias y corrientes subversivas de todo tipo. En 1925 el italiano Luigi Pirandello, por ejemplo, produjo una conmoción con Seis personajes en busca de actor, pero ya en 1896 había llegado el grotesco Ubú Rey de Alfred Jarry. Con antecedentes así, uno entiende la relevancia del teatro del absurdo, como La cantante calva (1950), del franco-rumano Eugene Ionesco, o la inclasificable obra del irlandés Samuel Beckett, autor de Esperando a Godot (1952).
Al siglo XX lo definieron las dos grandes guerras y el joven alemán Bertolt Brecht (1898-1956) fue uno de los artistas que reaccionaron al horror del mundo moderno. Periodista, poeta, director y dramaturgo, Brecht es central para el teatro moderno. Propuso un vuelco “épico” en oposición al drama, para un teatro que exige que el espectador participe, para que expliquemos juntos al mundo. Su teatro parece sobre todo político, pero es profundamente humano.
No puede dejar de nombrarse al enorme Peter Brook, investigador y director británico fallecido en 2022 a los 97 años. Su vasto legado, que incluye la ambiciosa investigación de teatros de todo el mundo, también podría resumirse en esta bonita idea: hay un espacio vacío, alguien camina en él y alguien más le mira, y ya: con eso hay teatro.
Mientras el siglo XX sirvió para pensar nuevas poéticas, nuevas crisis y nuevas preocupaciones, en Italia un par de bufones hallaron un modo de recuperar la gran commedia dell'arte para denunciar la deriva moral de la política: Franca Rame y Darío Fo inventaron un teatro de fábulas que invitaba al público a reírse junto con los actores de cualquier poderoso y cualquier forma de hacer política. Darío Fo, enorme pensador de la actuación, ganó el Nobel de Literatura en 1997.
Cada nueva búsqueda inventa (o descubre) nuevas teatralidades, y entre nuestro siglo y el anterior ha habido todo tipo de experimentaciones. Por ejemplo, las provocadas por artistas que vinieron desde la “performance”. Si el teatro era el reino de la “puesta en escena”, performance es arte en acción. ¿No son lo mismo? Mientras la academia discute las fronteras entre ambas disciplinas, hoy perfórmers y teatristas comparten escena todos los días.
Pero dentro del mundo de lo dramático (el arte de la acción y la representación) el siglo XX y el XXI hicieron que el teatro entrara en mil crisis. Una de las ideas conceptuales más atractivas es el posdrama, vertida en libros como Teatro posdramático (1999) de Hans-Thies Lehmann. En principio es una reflexión sobre los esfuerzos diversos de entre siglos para ir más allá del texto teatral, para quitarle protagonismo a la palabra y el diálogo: ¿con qué reemplazarlos?
Las performatividades exploradas al principio del siglo produjeron un giro conceptual llamado escena expandida o teatralidades expandidas, que saca de sus lugares tradicionales a las jerarquías, los productos y los espectáculos. En México son muy comunes estas apuestas: ¿solo si hay representación hay teatro? ¿Necesitamos un escenario y un telón o podemos construir otros dispositivos para lo teatral? ¿Qué puede hacer el “público” además de jugar el rol pasivo de “espectador”?
La Nueva España y México son abundantes en historia teatral: varias culturas del mundo prehispánico daban gran importancia a sus celebraciones rituales, y tras la Conquista la educación católica del “nuevo mundo” descansó en buena medida en un complejo aparato de misioneros que impulsaron teatros evangelizadores, como las famosas pastorelas y los autos sacramentales.
Igual que en Europa, para el siglo XVII el teatro novohispano era un bien colectivo protegido por la Corona. Había teatro callejero y otro para españoles ricos y poderosos; y había teatro religioso, como el de los carmelitas o el de los jesuitas. Es el siglo del gran Juan Ruiz de Alarcón. Pero hay otro nombre, fundamental para la literatura mexicana de todos los tiempos: el de la monja Juana Inés de la Cruz, gran poeta, tremenda intelectual y divertidísima dramaturga.
Hacia el siglo XVIII el teatro novohispano se contagia del pensamiento ilustrado pero no abandona su carácter popular, como muestran las comedias del toledano Eusebio Vela, y la Iglesia apretó el puño contra cualquier intento de sátira hasta prohibir los dramas escritos por autores americanos. Pero en el convulso siglo XIX murió el virreinato: mientras el cura Hidalgo traduce a Molière, aparecen Fernández de Lizardi, Gorostiza, González Bocanegra, Riva Palacio...
A principios del siglo XX destacaban los géneros y espacios más populares, como el teatro de revista y el de carpa. Al tiempo florecía la zarzuela, una forma popular de la ópera nacida en México (la famosa “Chin-Chun-Chan” llegó a dar dos mil funciones). Pero vino la “bola” de la Revolución y, tras su paso, una nueva generación de pensadores y artistas buscó la identidad del México moderno. Textos como El gesticulador, de Rodolfo Usigli, registraron la difícil misión que tenía el país tras un siglo de guerras, política y dictaduras.
El teatro de México refleja bien al país: su diversidad es inagotable, sus expresiones regionales son de lo más contrastantes, es temerario para las vanguardias y celoso para lo tradicional. No hay manera de sintetizarlo; tal vez sirva decir que es la tierra de Seki Sano, Ludwik Margules y Héctor Mendoza, y de Antonieta Rivas Mercado, Julio Castillo, Margarita Urueta, Juan José Gurrola, Luisa Josefina Hernández, Perla Szuchmacher o Elena Garro.
Quedan fuera decenas de nombres. Hoy, el teatro mexicano es directo, sin pudores ni ganas de esconder los temas que nos urgen: hay que leer al tapatío LEGOM, a Perla Szuchmacher, a Elena Garro, a Verónica Bujeiro, a Bárbara Colio, a David Olguín, a Ximena Escalante, a Conchi León… Y hay que ir mucho al teatro, y leerlo, porque sigue teniendo mucho que decirnos.
De la página al escenario: Libros para leer al teatro
Dr. Alexander Paul Zatyrka Pacheco, S.J.
Rector
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Curaduría y montaje
Iván González Vega
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Textos
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Octubre 2024