Sor Juana, a la luz del intelecto

Sor Juana Inés de la Cruz, nacida Juana Inés de Asbaje Ramírez de Santillán, fue mujer de carne y hueso, intelectual más que musa, polímata del pensamiento, polifacética de la exploración.

Desarrolló un universo de ideas adentro de su espacio: el convento y dentro de esos cuatro muros, nació una república ilustrada. Un espacio de florecimiento intelectual del pensamiento novohispano, donde surge la divagación, la exploración, el verso, el poema, la discusión, la cocina, la medicina, la observación y hasta cierto punto, la mística.

Defensora de su biblioteca personal y de las discusiones eruditas, abre el paso a las mujeres en la tinta y el papel y en conjunto con las mujeres impresoras, sientan el camino de la Ilustración y de la importancia del pensamiento de la mujer del virreinato: para nuestra historia, para el pensamiento universal y para enriquecer la cultura de las letras.

El claustro: protorepública de mujeres

El convento en el Antiguo Régimen representó, para muchas mujeres, el único camino hacia el conocimiento, la autonomía y la dignidad intelectual. En una sociedad estructurada bajo principios patriarcales, donde la posición de la mujer era, en la mayoría de los casos, secundaria, los monasterios se erigieron como espacios paradójicos de encierro y libertad. Mientras las mujeres del estado llano estaban sujetas al trabajo bajo la tutela masculina y las de la nobleza quedaban confinadas a los deberes domésticos, el convento ofrecía una posibilidad singular: el desarrollo del intelecto y, en algunos casos, una relativa independencia económica.

El recelo hacia la capacidad y el juicio de la mujer era una constante histórica, reflejada incluso en la etimología. La palabra latina fe-minus, usada medievalmente para referirse a la mujer, significa literalmente "la que tiene una fe menor". Esta sospecha se infiltraba en todos los ámbitos de la vida social, incluido el religioso. Teresa de Jesús, consciente de esta hostilidad, cuestionaba enérgicamente la injusticia de su tiempo:

¿No basta, Señor, que nos tiene el mundo acorraladas [...] que no hagamos cosa que valga nada por Vos en público, ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos habíais de oír petición tan justa? No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois juez justo y no como los jueces del mundo, que —como son hijos de Adán y, en fin, todos varones— no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa.(Camino de perfección, cap. IV)

El convento se presentaba, entonces, como una alternativa que, además de conferir estatus y prestigio social, aseguraba la protección de la vida misma en un mundo donde los embarazos y partos eran de alto riesgo. En su interior, las religiosas podían administrar su dote y, aunque no todas tenían acceso a este privilegio, aquellas que sí lo poseían lograban cierto margen de maniobra en un contexto donde la independencia femenina era impensable fuera de estos muros. Este espacio, a menudo concebido como un reducto de reclusión, se convirtió en un verdadero laboratorio intelectual, donde las mujeres escribieron, debatieron y crearon conocimiento en un entorno libre de las limitaciones impuestas por la vida matrimonial.

Sor Juana Inés de la Cruz condensa en su propia narrativa biográfica esta tensión entre la vocación religiosa y la búsqueda del saber. Su elección de la vida conventual no obedeció únicamente a una devoción espiritual, sino también a su deseo de evitar el matrimonio y dedicarse plenamente al estudio y la escritura:

Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros.

En esta singular proto república de mujeres, muchas monjas lograron sortear las restricciones impuestas por confesores y jerarquías eclesiásticas, produciendo obras de pensamiento que jamás habrían visto la luz en el ámbito doméstico. Sin embargo, la clausura monástica, aunque inicialmente flexible, se fue endureciendo tras el Concilio de Trento (1543-1566), cuando la Iglesia hizo estrictamente obligatoria esta práctica. En México, muchas comunidades religiosas resistieron estas reformas hasta bien entrado el siglo XX, lo que les permitió mantener su estilo de vida y la administración de sus bienes.

El monasterio no solo fue un espacio de oración y estudio, sino también un centro de asistencia y beneficencia. A pesar de los muros que las separaban del mundo exterior, las religiosas atendían a enfermos, acogían a mujeres en situaciones vulnerables y proporcionaban ayuda a los necesitados. En este escenario, la labor intelectual de monjas como Sor Juana no solo desafió las limitaciones impuestas a su género, sino que también dejó un legado que trascendió su tiempo, convirtiéndose en testimonio vivo de la capacidad y resistencia de la mujer dentro de un orden que buscaba, una y otra vez, silenciarla.

La vida religiosa en Nueva España

Este cuadro rectangular representa, en 27 recuadros, los diferentes hábitos usados por monjas y mujeres de colegios y recogimientos en la Nueva España. Cada recuadro, enmarcado con arcos que evocan la arquitectura conventual, muestra dos figuras femeninas con su vestimenta distintiva. La única excepción es el recuadro dedicado a la Compañía de María o Enseñanza, donde aparecen dos niñas, destacando la labor educativa de la orden.

La obra es un documento visual clave para identificar los detalles y características de los distintos hábitos religiosos de la época. En la primera fila, se observan las capuchinas con su austero hábito marrón, junto a las religiosas de los conventos de San Juan, Santa Clara y Santa Isabel. También se incluyen dos figuras civiles con la inscripción Betlendelas Mochs.

En la segunda fila, aparecen las carmelitas de Santa Teresa la Antigua, junto con religiosas de San José de la Gracia, la Encarnación y Santa Isabel, además de dos mujeres vinculadas a un colegio de niñas.

La tercera fila muestra a las religiosas de Corpus Christi, un convento fundado en el siglo XVIII para mujeres indígenas de linaje noble. También se incluyen las jerónimas, orden a la que perteneció Sor Juana Inés de la Cruz, así como las religiosas de la Concepción y San Lorenzo, y las mujeres del colegio de la Misericordia.

En la cuarta fila, destacan las religiosas brígidas, identificables por su velo con líneas rojas que simbolizan las llagas de Cristo. También aparecen las monjas de la Enseñanza, las concepcionistas de los conventos de Jesús María y Regina y dos mujeres de un recogimiento.

La última fila representa a las carmelitas, cuyo cordón ceñido a la cintura simboliza la castidad. Le siguen las religiosas de San Bernardo, Balvanera y Santo Calvario, finalizando con mujeres de colegios de niñas, vizcaínas y aquellas internadas en instituciones para enfermas mentales.

Este cuadro no solo documenta la diversidad de órdenes femeninas en la Nueva España, sino que también muestra cómo la vestimenta reflejaba el rol de cada congregación en la sociedad virreinal.

Monjas coronadas

Los cuadros de monjas coronadas son una manifestación pictórica característica del barroco novohispano, que simboliza el matrimonio místico de la religiosa con Cristo. Estas representaciones, también conocidas como retratos de profesión o retratos mortuorios, conmemoran dos momentos clave en la vida monástica: la toma de hábitos y la muerte en olor de santidad.

En estas pinturas, la monja aparece ricamente ataviada con una corona de flores o metales preciosos, símbolo de su triunfo espiritual, y rodeada de elementos alusivos a su vida religiosa, como el rosario, la palma del martirio o emblemas de su devoción personal. El uso de inscripciones y cartelas refuerza la identidad de la retratada, inscribiéndola en una tradición de santidad y virtud.

Más allá de su función devocional, estos cuadros eran un testimonio visual del prestigio familiar y de la importancia de las órdenes femeninas en la sociedad novohispana, reafirmando el papel de la mujer dentro del ideal religioso de la época

Primeros intentos

Desde temprana edad, Sor Juana Inés de la Cruz mostró una inclinación irrefrenable por el estudio y el conocimiento, lo que la llevó a buscar un espacio donde pudiera entregarse plenamente a estas actividades. En 1667, con apenas diecinueve años, ingresó a la orden de las Carmelitas Descalzas en el convento de Santa Teresa la Antigua, una de las órdenes más estrictas en cuanto a disciplina y observancia de la regla monástica. Sin embargo, la dureza del régimen carmelita y las exigencias de su vida interior resultaron incompatibles con su naturaleza intelectual. Tras solo tres meses de estancia, solicitó su salida del convento.

San Jerónimo

Lejos de abandonar su vocación religiosa, Sor Juana encontró en el convento de San Jerónimo una alternativa más acorde a su temperamento y a sus aspiraciones. El 8 de febrero de 1668, ingresó a esta comunidad en la Ciudad de México, donde encontró un entorno que, sin abandonar la vida de clausura, le permitía disponer de mayor libertad para el estudio y la escritura. En San Jerónimo, Sor Juana no solo se integró a la vida monástica, sino que comenzó a consolidar su prestigio como erudita y poeta.

Finalmente, el 24 de febrero de 1669, profesó los votos perpetuos como religiosa jerónima. A diferencia de su efímero paso por las Carmelitas Descalzas, en San Jerónimo pudo desarrollar su obra y pensamiento sin las restricciones de una disciplina demasiado rigurosa. La vida conventual le permitió no solo el recogimiento y la contemplación, sino también el acceso a una vasta biblioteca y el contacto con intelectuales y figuras prominentes de la época. Su celda se convirtió en un espacio de debate, escritura y reflexión, donde Sor Juana desafió los límites impuestos a las mujeres de su tiempo.

En los conventos de vida particular, como el de las monjas jerónimas, la celda era más que un simple aposento monástico; se trataba de una vivienda independiente dentro del convento, cuya dimensión y comodidades dependían del linaje y la capacidad económica de sus ocupantes.

Las celdas podían ser desde modestas unidades de 50 a 60 metros cuadrados hasta amplias residencias de más de 300 metros cuadrados, con múltiples habitaciones, jardines, patios, oratorios y placeres (tinas de baño). Esta diversidad reflejaba una lógica patrimonial: las familias más acaudaladas aseguraban espacios confortables para sus hijas, garantizando su permanencia en el convento por generaciones.

Las celdas en los conventos jerónimos no solo eran espacios de reclusión, sino también bienes adquiridos y heredados dentro de las familias. La historia de Sor Juana y su entorno ilustra cómo la vida conventual implicaba transacciones económicas y redes familiares.

En enero de 1680, Juan Caballero, esposo de la prima de Sor Juana, compró la celda de Sor Inés de San Nicolás, fallecida en diciembre de 1679. Según el arquitecto Cristóbal de Medina, la celda tenía "una pieza de sala grande, un oratorio, otra pieza alta, dos corredores y un caracol que sube al cuarto alto". Aunque estaba en buen estado, Caballero invirtió 324 pesos en su remodelación.

Sor Juana también gestionó la compra de una celda. En enero de 1692 solicitó al arzobispo licencia para adquirir la celda de la madre Catalina de San Jerónimo, fallecida en diciembre de 1691. Justificó su petición señalando que "se me venda la celda […] en el precio que fuere tasada, por ser de conveniencia al oficio que ejerzo". La celda fue valorada en 300 pesos y la compra se concretó el 9 de febrero de 1692.

El interés de Sor Juana en obtener una celda más adecuada demuestra la importancia de estos espacios para religiosas con recursos. Varias mujeres de su familia también profesaron en San Jerónimo, como su sobrina Isabel María de San José y Feliciana de San Nicolás (1710). Aunque no se cuenta con una descripción exacta de la celda de Sor Juana, estos registros confirman que las celdas no eran solo lugares de retiro espiritual, sino también bienes patrimoniales dentro del convento.


Sor Juana en la cocina

Durante el sexenio del presidente José López Portillo (1976-1982), el interés por Sor Juana Inés de la Cruz cobró un nuevo impulso. En esa época, se emprendieron búsquedas para localizar sus restos, y su hermana Margarita inauguró el Claustro de Sor Juana en el convento de San Jerónimo, el mismo lugar donde la monja vivió hasta su muerte en 1695.

La faceta culinaria de Sor Juana ha sido objeto de múltiples interpretaciones a lo largo del tiempo, especialmente a partir del siglo XX, cuando comenzó a consolidarse la imagen de una monja versada en las artes de la cocina. Esta visión se reforzó con la publicación del Libro de cocina. Convento de San Jerónimo, un recetario atribuido a ella que despertó gran interés en la historiografía culinaria mexicana. Sin embargo, el análisis del documento reveló que las recetas allí contenidas no eran originales de Sor Juana, sino copias de recetarios más antiguos, como los de Roberto de Nola y Francisco Martínez Montiño, escritos mucho antes de su tiempo.

La asociación de Sor Juana con la cocina responde más a una construcción nacionalista que a evidencias documentales concluyentes. Si bien en su Respuesta a Sor Filotea menciona su interés por la cocina, esto no implica que haya sido autora de un recetario. Más bien, de haber tenido algún vínculo con el texto, su papel habría sido el de copista, preservando recetas dentro del convento.

La atribución de este recetario a Sor Juana se inscribe en una tendencia historiográfica que exalta el papel de los conventos en la formación de la cocina mexicana, reforzando su imagen como símbolo intelectual y cultural. En este mismo contexto, Jorge Sánchez Hernández aprovechó el renovado interés en la figura de la monja para pintar una colección de 21 óleos sobre su vida. La serie fue expuesta el 11 de diciembre de 1978 en el Museo de la Ciudad de México y, en mayo de 1979, en la Biblioteca Palafoxiana, la Casa de la Cultura y la Sala Agustín Arrieta de Puebla. Aunque las pinturas adoptan una estética barroca, incorporan elementos que no siempre son históricamente coherentes.

En última instancia, la imagen de Sor Juana como cocinera es un símbolo elaborado a lo largo del tiempo, más relacionado con la construcción de figuras emblemáticas que con una realidad histórica verificable.

La cocina calzada

La cocina en los conventos de vida particular -como el de san Jerónimo- durante la época novohispana no solo garantizaba la alimentación de las religiosas, sino que reflejaba una estructura jerárquica y un régimen alimenticio que obedecía tanto a la tradición como a los preceptos religiosos. En este contexto, la cocina conventual estaba conformada por diversos espacios específicos, cada uno con una función particular.

El centro de la actividad culinaria era la cocina, equipada con fogones de leña, cazuelas de barro y otros utensilios tradicionales como el metate y el molcajete. La preparación de alimentos en este espacio implicaba técnicas como la molienda de ingredientes, la cocción prolongada y la combinación de especias y hierbas para realzar los sabores.

En cuanto a la alimentación, las monjas de conventos de vida particular organizaban su dieta según el calendario litúrgico, distinguiéndose tres tipos de alimentación: la cotidiana, la de ayuno y la dieta de fiesta. Esta última era particularmente relevante, pues en festividades religiosas como Navidad, Corpus Christi y Pascua, se elaboraban platillos más complejos y abundantes. Durante estas celebraciones, las religiosas preparaban manjares como el manchamanteles, un guiso de carne con frutas y especias, así como postres elaborados con ingredientes más costosos como almendras, miel y canela.

La cocina en los monasterios de monjas calzadas, más que un simple lugar de preparación de alimentos, era un espacio simbólico que reflejaba la disciplina, la jerarquía y la espiritualidad de la vida monástica.

Oráculo de Sor Juana

Se dice que Sor Juana Inés de la Cruz creo un Oráculo de los Preguntones, un juego literario que se realizaba en las tertulias y en el que, basándose en la astrología judiciaria y, por medio del azar, se obtenían respuestas ingeniosas a preguntas diversas sobre la vida. Para esta exhibición, llevamos el Oráculo a un tablero para jugar de manera más sencilla y dinámica.

Mujeres entre tinta y letras en la Nueva España

Desde la llegada de la imprenta a México en 1539, auspiciada por el obispo Juan de Zumárraga y establecida por Juan Cromberger y Juan Pablos, las mujeres han estado involucradas en diversas funciones dentro de la industria. Dos figuras clave en los inicios de la imprenta novohispana fueron Brígida Maldonado, viuda de Cromberger, quien administró las imprentas de Sevilla y México tras la muerte de su esposo, y Jerónima Gutiérrez, esposa de Juan Pablos, quien colaboró en el negocio sin recibir remuneración, según los documentos de la época.

Durante el siglo XVIII, las mujeres impresoras aparecían mayormente como viudas que heredaban y administraban los talleres de sus maridos. Esta condición legal les otorgaba autonomía para continuar con el negocio y gestionar la impresión y venta de libros. Sin embargo, rara vez se registraban sus nombres en los pies de imprenta, lo que ha dificultado su reconocimiento histórico.

Se tiene evidencia de trece mujeres impresoras en la Ciudad de México entre 1540 y 1755, con un total de 1,343 impresos atribuidos a ellas. Su trabajo permitió la continuidad de la industria editorial en la Nueva España y contribuyó al desarrollo cultural de la época.

Mujeres impresoras novohispanas

Siglo XVI

Brígida Maldonado
Produjo 13 impresos entre 1540 y 1547

María de Sansoric
Produjo 6 impresos entre 1572 y 1597

Siglo XVII

Catalina del Valle
Produjo 13 impresos entre 1611 y 1617

María de Espinosa
Produjo 14 impresos entre 1612 y 1615

Ana de Herrera
Produjo 14 impresos entre 1625 y 1628

Paula de Benavides
Produjo 448 impresos entre 1641 y 1684

Feliciana Ruiz
Produjo 9 impresos entre 1675 y 1678

Jerónima Delgado
Produjo 90 impresos entre 1683 y 1696

María de Benavides
Produjo 115 impresos entre 1684 y 1700

Siglo XVIII

Gertrudis Escobar
Produjo 78 impresos entre 1703 y 1714

Juana de León y Mesa
Produjo 13 impresos entre 1726 y 1747

María de Rivera
Produjo 297 impresos entre 1732 y 1754

Teresa de Poveda
Produjo 233 impresos entre 1741 y 1755


ITESO

Sor Juana, a la luz del intelecto

Dr. Alexander Paul Zatyrka Pacheco, S.J.
Rector

Dr. Guillermo A. Gatt Corona
Presidente del Consejo de Directores de ITESO, AC

Dra. Catalina Morfín López
Directora General Académica

Dra. Mónica María Márquez Hermosillo
Directora de Información Académica

Exposición

Agradecimientos
Felipe Burgueño González, Alfredo Cruz Vázquez, Melissa García García, Rocío González Araiza, Antonio Magaña Aguirre, Santiago Reyes Castillo, Mariana Robles del Rincón, Asmín Sánchez Ordinola, Efraín Soto Velázquez, Ámbar Trujillo Rodríguez, Paula Daniela Viera Govea y Fernando Castro Campos.

Versión en línea
Héctor Manuel Gutiérrez Ortega


Abril 2025